Como si no nos quisiéramos. Como si no queramos que eso
suceda. Como si no pensáramos todo el tiempo el uno del otro. Como si no nos
viéramos y todo se detuviese. Como si saltáramos a un precipicio sin
paracaídas. Como si estuviésemos destinados a que nada ocurra. Como si
quisiésemos eso para nuestras vidas.
Como si no necesitáramos más que mirarnos para entendernos. Como si fuese
mentira que esto esté ocurriendo. Como,
tan sólo como, si no nos atreviésemos a querernos. Como si el amor doliera más
de lo que sana.
Pensamos en nuestra vida como algo que durará para siempre,
como algo que nos brindará muchas más oportunidades si no aprovechamos esa o
tal otra, pero no pensamos que la vida –y todo lo que ella abarca- es
esencialmente efímero.
La mayoría del tiempo no nos arriesgamos, no
decimos lo que pensamos, lo que sentimos, lo que creemos, simplemente lo
callamos por tales y cuales motivos que nosotros consideramos correctos pero
que en realidad son totalmente inválidos. El miedo es ese principal obstáculo
que se centra en que cada vez nos muramos un poco más, porque, en realidad, no
arriesgarse es simplemente otra forma de morir. Pero ahora la pregunta es ¿esa
barrera, ese obstáculo es tan vil y fuerte como para que nos obliguemos a
nosotros mismos a no poder cruzarlo y nos autocondenemos a la más nociva
extinción de nuestra alma?
Simplemente actuamos como perfectos desconocidos
anhelándose conocer pero no
permitiéndonos hacerlo.