martes, 27 de mayo de 2014

No se gana sin arriesgar, y nunca se pierde cuando se ha intentado.

Como si no nos quisiéramos. Como si no queramos que eso suceda. Como si no pensáramos todo el tiempo el uno del otro. Como si no nos viéramos y todo se detuviese. Como si saltáramos a un precipicio sin paracaídas. Como si estuviésemos destinados a que nada ocurra. Como si quisiésemos eso para  nuestras vidas. Como si no necesitáramos más que mirarnos para entendernos. Como si fuese mentira que esto esté ocurriendo.  Como, tan sólo como, si no nos atreviésemos a querernos. Como si el amor doliera más de lo que sana.
Pensamos en nuestra vida como algo que durará para siempre, como algo que nos brindará muchas más oportunidades si no aprovechamos esa o tal otra, pero no pensamos que la vida –y todo lo que ella abarca- es esencialmente efímero.
  La mayoría del tiempo no nos arriesgamos, no decimos lo que pensamos, lo que sentimos, lo que creemos, simplemente lo callamos por tales y cuales motivos que nosotros consideramos correctos pero que en realidad son totalmente inválidos. El miedo es ese principal obstáculo que se centra en que cada vez nos muramos un poco más, porque, en realidad, no arriesgarse es simplemente otra forma de morir. Pero ahora la pregunta es ¿esa barrera, ese obstáculo es tan vil y fuerte como para que nos obliguemos a nosotros mismos a no poder cruzarlo y nos autocondenemos a la más nociva extinción de nuestra alma?

Simplemente actuamos como perfectos desconocidos anhelándose  conocer pero no permitiéndonos  hacerlo.